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viernes, 7 de noviembre de 2014

Libro del Nuevo Apocalipsis - Manifiesto para la Revolución


LIBRO DEL NUEVO APOCALIPSIS

1. La Última Ladera.

(1) Pude ver un campo mutilado. Pude ver prados sembrados con cuerpos desmembrados. Pude ver la niebla flotando entre los bosques seccionados, la muerte, el fin, el destino de estos pasos. El Futuro que estamos labrando. 

(2) Subí miserable y abatido, apoyando mis puños en la húmeda tierra roja, asiéndome a espíritus desnudos, hacia aquella bandera que divisaba en lo alto de la colina. (3) Ondeaba ligera y negra; conquista del enemigo que danzaba orgullosa con la brisa de un nuevo mundo. Al fin llegué a la colina y me senté. Tan sólo me quedaba esperar al amanecer. 

(4) Rompiendo por los riscos del horizonte, el sol comenzó a disipar la niebla y mi corazón comenzó a congelarse ante la terrible visión que había dejado la guerra. (5) Mi colina no era tal, era la arrugada estela de una bomba. Era la cicatriz de la tierra que se moduló y se elevó y se petrificó como las ondas de una piedra en un tranquilo lago. (6) Era la periferia del infierno. La frontera entre pasado y del futuro. El horizonte que con nuestros actos dibujamos. La Última Ladera

(7) Llevé mi mirada hacia atrás y vi la ladera, tierra que acababa de subir sin saber lo que en ella habitaba. Limbo de nuestra historia en pendiente sin fin. (8) Miles de cuerpos se arrastraban alejándose. Unos no tenían piernas. Otros no tenían brazos. Otros no tenían nada. Todos se arrastraban. Unos susurraban delirios. Otros, ahogados quejidos. Otros no decían nada. Todos lloraban.

(9) Viendo aquello, viendo a los supervivientes del infierno, con temblor en mis ojos imaginé lo que aquella onda encerraba. Pero no hay imaginación posible para intuir lo que hicimos. Por fin llevé mis ojos al Gran Valle de la Muerte.

(10) El sol había vencido al horizonte y la niebla sumisa desapareció. Pude ver tres ondas, a cual menor que la anterior, estando yo en la más alta, estando el centro en la más negra de las profundidades. Cada onda tenía su colina que suave descendía hasta el valle que formaba con la siguiente onda. (11) Sin saber por qué, un susurro en mi cabeza, una voz que me instaba, una apremiante sensación, una lejana melodía, el viento que me empujó, mi alma que se moría, decidí bajar hacia El Valle de La Muerte. 


2. Primera Onda

(1) Descendí lleno de terror por todo aquello que esperaba ver, pero poco antes de llegar al primer valle pude divisar algo extraño. Parecían piedras o matorrales oscuros y alineados perfectamente a lo largo de la onda. Me detuve un instante tratando de adivinar qué era aquello. (2) Fue entonces cuando pude escuchar un lejano ruido, gritos histéricos y nerviosos que se confundían con estridentes notas de trompetas y quejidos. Intrigado por aquél penetrante y agudo tronar, seguí bajando. (3) Llevaba mi mirada al primer valle y podía ver como si un enjambre lo cubriera. Un oscuro líquido que lo bañaba y que, impulsado por raquíticas corrientes, zigzagueaba y lamía sin orden las lomas de su cauce. (4) Sin poder apartar la vista de aquello, seguí avanzando hasta que tropecé y caí. Confuso miré hacia atrás y comprobé que había sido una de aquellas piedras o matorrales lo que había provocado mi caída. (5) Aun tan cerca, no podía saber qué era, así que me levanté y me acerqué. Entonces, aquél bulto se movió, haciéndose más pequeño, enrollándose en sí mismo. No era piedra ni matorral. Llegando a su lado, la sangre se me heló. Era un niño. (6) Un niño arrugado entre harapos. Abrazado a sí mismo. Calentado por sus propios brazos. Y el alma se me partió cuando alzando mi mirada confirmé que el resto de bultos alineados eran otros niños. (7) Miles y miles de niños aislados y en perfecto orden silencioso. Como piedras repartidas sembradas en un estéril arado. Sin tocarse entre ellos. Sin sonrisas, sin canciones, sin juegos, sin palabras, sin secretos. 


(7) Las lágrimas caían de mis ojos. Me arrodillé junto al niño y le pedí perdón, y no supe si lo hice por tropezar con él o por haber sido yo también uno de sus agricultores. (8) Tiritaba, de frío o de miedo, aún no lo sé. Por instinto me quité mi chaqueta y se la puse por encima. Fue entonces cuando el niño ladeó su cabeza y dejó ver un pequeño rincón de su rostro. Fue suficiente. (9) Sus ojos no tenían vida. Uno de ellos era negro, sin brillo, apagado. El otro, de un azul celeste, se perdía en el blanco como los ojos de un ciego. (10) La voz tembló queriendo llorar mientras le susurraba un perdón y le acariciaba. Traté de hablar con él, le pregunté el por qué estaba allí, le pregunté por qué no se levantaba y se marchaba. Le pregunté por qué al menos no jugaba con otros niños. Le pregunté por qué ni tan siquiera hablaba, susurraba… lloraba. (11) Pero el niño me miraba sin comprender. No entendía nada. No comprendía mis simples palabras. Llegué a pensar que era sordo, incluso mudo, pero su confusa mirada me decía que sí que escuchaba. (12) De pronto, arrugando su frente y entrecerrando sus ojos, volvió a meter su cabeza en la guarida de sus rodillas y comenzó a hacer un ruido extraño. Una especie de gruñido que repetía. Pensé que le había ofendido, que le estaba incomodando, así que me levanté y retrocedí dos pasos. (13) Fue entonces cuando comprobé que el resto de niños cercanos estaban haciendo lo mismo. Encerrados en sí mismos, gruñían. (14) No comprendía que ocurría, buscando respuestas llevé mi vista hacia la derecha, por donde llegaban más altos los gruñidos. Me aterré al ver una especie de ola negra que recorría la loma y arrancaba a los niños como si fueran cantos rodados arrastrados al río. (15) Paralizado, sin poder moverme, esperé el impacto de aquél extraño fenómeno. Faltando pocos metros, con la mirada confusa y el alma oprimida, se me reveló el misterio. La ola no engullía a los niños. La ola eran los niños que, alzando su gruñido cada vez más alto, al llegar la ola, se iban levantando y con rabia y locura se lanzaban loma abajo entre gritos y aspavientos. (16) Pero no todos se levantaban, solo los mayores confluían con el resto, los más pequeños aún quedaban en la loma, encerrados en sí mismos, madurando su triste destino. (17) La ola llegó hasta nosotros y miré al niño con el que había tropezado. Su gruñido ya era grito y, a su turno, se levantó y  se lanzó a la ola y su río. No pude evitar agarrarle, tratando de detenerle, pero con una mirada ida y grito histérico se deshizo de mí. (18) Me lancé a la carrera tras él. Le gritaba para que no fuera. Le gritaba para que no cayera al extraño río negro, le suplicaba, le rogaba, le lloraba… pero él no escuchaba, tan sólo corría despavorido, unido a la sinrazón de sus compañeros, gruñéndose, gritándose, alzando sus manos y puños amenazadores. (19) Y nada les detuvo hasta que cayeron al río. Pero, de nuevo, el río no era tal. Al borde de su cauce me detuve y, a punto de desmayarme, contemplé el más horrible espectáculo que mis ojos habían visto. El río también eran los niños, sus manos, sus puños, sus gritos, sus gruñidos… enzarzados entre ellos, golpeándose, peleándose con la furia de los rencorosos, con el odio de los envidiosos, con los dientes apretados del impotente. (20) Golpes con sus manos, con sus puños, con sus codos, con sus piernas, con sus cabezas, con sus bocas… Lloraban de dolor al mismo tiempo que reían de locura. Pegaban al igual que recibían. Corrían sin dirección, al tiempo que seguían la corriente de aquel río, el Río de Los Niños Olvidados.  

(21) Con lágrimas de impotencia, queriendo con mis brazos abarcar a todos los niños, susurrándoles mi más hondo perdón, mi más miserable ruego, mi más amargo vacío, me adentré en el río. (22) Zarandeado, llevado por la corriente de sus carreras, nadando entre sus angustias, sin saber cómo vadeé el río y caí derrotado en la otra orilla. Mi alma no tenía más lágrimas. Deshecho, como un náufrago de mil días, desfallecí. (23)  Maldiciendo nuestra ambición y mediocridad pasada, lancé puñetazos a la tierra y escarbé con mis dedos un agujero en el que quise enterrarme. Pero una voz me habló.

- (24) La tierra no tiene la culpa. Levántate y continúa – me dijo aquella voz profunda. (25) Confundido y con el rostro lleno de tierra y lágrimas, alcé mi mirada. Un hombre fuerte, poderoso, de mirada noble y poblada barba, me miraba con lástima. Me brindó su mano y yo la agarré como si fuera mi salvación.
- (26) ¿Quién eres tú? – susurré tratando de sosegarme.
- Soy La Esperanza – dijo.
- ¿Y sobreviviste? – atiné a preguntar perplejo.
- Siempre lo hago. Siempre. A pesar de todo. Siempre – contestó con firmeza.
- (27) No entiendo por qué estás aquí. Todo se ha perdido… ¿Qué haces aquí? 
- Pescar – dijo con una amable sonrisa.
- Entonces… ¿Aún hay…? – dije sin atreverme a terminar la frase.
- Siempre – repitió ampliando su sonrisa. – Están ellos – dijo señalando el río -  y mientras exista un niño, existirá futuro. 
- (28) Quiero ayudarte, me quedaré contigo… - le contesté.
- No puedes. No estás preparado. Es otro tu destino. Debes continuar. Iría contigo, sería yo quien te ayudara si seco estuviera este río. Pero no lo está y mientras exista un solo niño olvidado, nuestro futuro estará en peligro. 
- (29) Yo no veo el futuro. Solo oscuridad, maldad, ondas llenas de nuestros odios y miserias. No merecemos un futuro – dije abatido.
- Puede que nosotros no, pero ellos sí. Continúa, es por tu ceguera por lo que estás aquí. ¡Continúa!

Y le hice caso. Sintiendo el eco en mi cabeza de su última palabra, respiré profundamente y miré hacia la loma que debía escalar. 



3. Segunda Onda.

(1) No era tan alta como la primera, pero sí más escarpada. Como un perro me sentía, como un perro escalé. (2) Mis manos se convirtieron en muñones. La tierra negra y húmeda por la sangre de la guerra y la ceniza de nuestra esperpéntica civilización devastada, se incrustaban debajo de mis uñas; mis rodillas, entumecidas, a veces se agarraban a los cascotes de nuestro artificio; mis pies, como garras, se impulsaban apoyándose en los restos de los gigantes de vidrio y hojalata. (3) Todo aquello que orgulloso erigimos, babélicos deseos de ser más que lo que somos, yacía convertido en lo que en verdad fuimos: Despojos. 
(4) Al fin alcancé la segunda colina. Cima de la segunda onda desde donde contemplé la Llegada de Los Tres Caballeros.

(5) Falto de aire me tumbé boca arriba para morder la brisa que soplaba en la cima. De pronto, un retumbar rítmico y lejano de tambores, un rugido gutural de motores, un temblor en la tierra y en mi pecho, me sobresaltaron. (6) Me incorporé y oteé el horizonte. Allí, por donde Los Lejanos, llegando en formación, cinco dragones de hierro, con ojos amarillos y estelas de fuego, con alas cargadas de muerte, con vientres preñados a punto de parir enjambres de maldad, impulsados por nucleares deseos de aniquilación, abrían sus fauces con lentitud mostrando el bermellón paladar al tiempo que sus garras se desplegaban con ansias de destrucción.

(7) Temblaba lleno de terror ante tal visión cuando cientos de Halcones metálicos graznaron a mi espalda. Girándome y arrodillándome con miedo, los vi. Formaban una compacta lanza que apuntaba a los Dragones con el brillo de su punta en forma de media luna.
(8) Con el silbar de una nube de flechas, revolucionando a la brisa y agitándola en remolinos, pasaron sobre mi cabeza. (9) Justo en ese instante, con un terrible bufido, los Dragones inflaron sus fauces llenándolas de fuego. (10) Los halcones, rompiendo formación, se dispersaron con la estrategia de ataque programada, pero toda la fuerza visual de su unión, se evaporó, asemejando una desigual batalla entre bandadas de colibríes contra inmensos dragones. (11) Un nuevo rugido de estos anunció sus chorros de fuego. Por sus gargantas enrojecidas, parturienta anti natura, sus entrañas comenzaron a vaciarse expulsando aleaciones y terror. (12) Miles de pequeños dragones, con metálicos graznidos, programados con rabia, sin vida en su interior, sin alma, sin compasión, fueron al encuentro de los halcones.

(13) El cielo se oscureció. Eclipsado el sol por las fuerzas que estaban a punto de chocar, todo quedó en penumbra. (14) La densa garra de los dragones, formada por sus serviles crías, se abría para abarcar el ágil vuelo de los Halcones que, danzando en grupos pequeños, revoloteaban y despistaban a su depredador.

(15) Un silencio sepulcral sobrevino instantes antes del choque. Después… el acero eléctrico de las espadas y el vuelo azulado de las lanzas brillaron con tal fulgor que quedé cegado por unos segundos. 

(16) Cuando mis ojos se acostumbraron a los destellos incesantes y a los bufidos y explosiones, el cielo comenzó a caer sobre mi cabeza. Los desmembrados desechos de los combatientes derribados caían envueltos en humo y fuego. (17) Lágrimas del cielo herido, granizo del infierno que regaba y destrozaba a la moribunda tierra desangrada. 

(18) Temí por mi vida, sólo la miserable fortuna que ya me había salvado una vez tendría el poder de protegerme frente a lluvia de metal. De pronto, llegándome por la izquierda, sentí el zumbido y la amenaza de un amasijo de hierro que se me venía encima. Al mirar, la sangre de mis venas se detuvo y quedé petrificado. (19) Un halcón destrozado, mutilado, envuelto en llamas, venía directo hacia mí. No podía calcular, no podía pensar, no podía mover un músculo. (20) La fortuna parecía haberse apiadado de mí, dejándome al destino que creía merecer y que no recibí ni con las ondas ni con la lluvia de la batalla. (21) En el último instante, con un quiebro inesperado, la nave se desvió y se estrelló metros antes, (22) llegando hasta mí enterrando su peligro, provocando que sólo la simple e indefensa tierra socavada me envolviera y protegiera formando una especie de burbuja. 

(23) Corrí hasta el humeante halcón para tratar de ayudar al soldado que lo gobernaba. Con esfuerzo pude llegar hasta él, pero el destino ya había llegado antes que yo. (24) Atravesado por hirvientes hierros, seccionada su vida por mil partes, gorgogeaba su último rezo. Apiadado le quité el yelmo para que sintiera por última vez la brisa, aunque fuera aquella que con tanto odio nos rodeaba. (25) Al verme, sus ojos se iluminaron al tiempo que la premura le hizo agarrarme mi brazo. No le quedaba vida, la poca que aún rezagada esperaba en su garganta, la usó para dirigirse a mí.

- (26) Eres tú… - me dijo con lágrimas en los ojos. Con ilusión. Con esperanza quizás. (27) No comprendía nada. Me conocía, pero yo no a él. (28) De pronto, desde el cielo, los cinco Dragones bufaron al unísono y sus costillas comenzaron a resquebrajarse. Tanta maldad albergaba sus entrañas que parecían reventar. (29) Dejando el espacio suficiente para sus crías, detuvieron sus costillas y entre ellas otras miles de extrañas criaturas comenzaron a salir. 
- (30) Ya llegan… - dijo el moribundo con una sonrisa. Seguía sin comprenderle, pero llevé mis ojos al cielo y todo se esclareció. (31) Surgiendo de la nada, cayendo sobre ellos, tres titánicas lanzas impactaron sobre el primer dragón. Dos en la cabeza y una en el vientre, entrando por las grietas de sus costillas. – (32) Los Tres Caballeros – dijo el hombre al tiempo que tres gigantes alados, Aves Fenix plateados de vuelo afilado y mortales garras, caían sobre los pesados Dragones lanzando aniquilación por sus picos. (33) El primer Dragón, con su cabeza destrozada desde fuera por los Fenix y el vientre reventado desde dentro por las impacientes criaturas que no pudieron salir, comenzó a ladearse y caer como un buque que naufraga envuelto en explosiones y llamas. (34) De pronto el hombre me agarró con fuerza del brazo. Yo le miré y sentí la urgencia en sus ojos.
- ¡Continúa! – dijo alarmado, como si hubiera recobrando la cordura y la memoria. – (35) Date prisa, no hay tiempo… ¡Todo está en tus manos…! - y así, con esa arenga misteriosa y confusa para mí, ahogó su último hálito de vida entre la hemorragia de la esperanza en un futuro que yo ni veía, ni sentía, ni comprendía.

(36) Recogiendo sus lágrimas y haciéndolas mías, le cerré los párpados y obedecí su último deseo. Aun cayendo a mi alrededor, como parecía, el mismísimo universo, miré hacia donde llevaría mis pasos. (37) Los desechos de dragones y halcones se amontonaban e impedían mi descenso, así que recorriendo la cima de la onda busqué por donde bajar. No tuve que andar demasiado para divisar algo que llamó mi atención. Eran hombres. (38) Una hilera que avanzaba rítmica, subiendo la segunda colina y descendiendo al segundo valle. Esquivando las estrellas que se chocaban, corrí hacia ellos. (39) Llegando a pocos metros, me detuve confuso. Aquella hilera surgía del río, extraño afluente que dejaba escapar a los niños que, madurados, fraguados, fermentados por la oscura corriente, se habían convertido en jóvenes. (40) Con sus ojos clavados en la nuca del predecesor, temblando en sus labios la misma frase indescifrable, ascendían hipnotizados. (41) Les hablé, les grité, les zarandeé, pero todo fue en balde. Sin la menor expresión de vida en sus ojos, alcanzaban la colina y bajaban ordenados hacia el segundo valle.

(42) Intrigado ante tal comportamiento, decidí acompañarles. Lleno de terror comprobé que nada les detenía. Como hormigas atareadas, al caer algún halcón o dragón llevándose sus vidas y su senda, sin el más mínimo aspaviento, sin un susurro de sorpresa, bordeaban el obstáculo y retomaban el camino. (43) Ni un adiós a los caídos. Ni un gesto de la mano. Ni una simple lágrima. Ya nada sentían.

(44) La Senda del Mediocre no tiene márgenes, ni cercas ni límites. Es el que va delante quien la señala. Daban igual los socavones, las columnas de humo, los amasijos de hierro y aleaciones. La hilera que la conforma nunca duda o se detiene. Y espantado, les acompañé hasta el Valle del Artificio. (45) Llegados a él, como autómatas, robots industriales, como si una invisible cinta de transporte los recogiera, aquellos jóvenes giraban a la derecha y continuaban su marcha. (46) La tierra estéril de aquél valle, como sembradas o cultivadas o vomitadas por la propia tierra,  se abrigaba con la basura que creamos, criamos y multiplicamos hasta el esperpento. (47) Cubríalo como el musgo una tupida capa de cables. Desde ellos, sustentados a saber con qué maleficio, en forma de helechos florecían circuitos integrados en unos y carcasas de plástico vacías de absurdas formas y colores en otros; (48) macabros árboles conformados por prótesis humanas que sus ramas, con forma de brazos y manos, agarraban con ansiedad y rabia retales de seda, hilo y oro. Pequeños riachuelos de silicio y plástico lo recorrían todo.

(49) Los jóvenes avanzaban y, a su paso, como animales hambrientos, enredaderas espigosas, aquellos cultivos se agarraban a sus pies, a sus piernas, a sus manos, a sus cuellos, (50) y ellos, sin resistencia alguna, los aceptaban y proseguían su camino arrastrando sus parásitos. (51) Y cada vez eran más. Cada vez más frutos eléctricos, lianas de cobre, cortezas de latón, hojas de oro, se adherían a sus cuerpos. (52) Sus pies terminaban cubiertos por una baba de plástico, los cables se enrollaban en sus piernas y el resto de aquella superflua cosecha se adosaba creando adultos de cuerpos indescifrables y miradas electromagnéticas. (53) Arrastraban con pesadez sus pies y de ellos, como las cadenas de un preso, enredados hilos de seda y cobre se empeñaban en recoger lo que aquella bestia cibernética ya no podía portar encima. 

(54) Como jóvenes autómatas y vacíos iniciaban el camino. Como amorfos adultos preñados de sintética inutilidad cerraban el círculo del Valle del Artificio. Y así, con aquella pesada y vacía carga, comenzaban a ascender la loma de la tercera honda.

(55) En mi silencio, al llegar al final de aquél terrible recorrido, me senté perdiendo mi mirada y dejando mis pies rendidos. Sobre mi cabeza, la muerte de la carne valiente y el reino del metal y el fuego. A mis pies, la muerte del espíritu y el imperio del artificio. (56) ¿Qué más mis ojos podrían aceptar? ¿Qué más derrotas y fracasos vería? ¿Qué más mi garganta podría susurrar? (57) Todo estaba perdido. Y en el instante en que intuí aquella idea, sentí sobre mis pies y mis piernas un cosquilleo. Las implacables hileras de cobre, las insaciable seda, la baba del plástico comenzó a tejerme una especie de armadura, no diseñada para detener los ataques del exterior enemigo, sino para retener los impulsos de lucha de mi corazón. (58) El enemigo era yo. La rendición, mi silencio. La derrota, mi cansancio. (59) Pero de nuevo, zumbando con fuerza en mi cabeza, aquella voz. <<¡No te detengas! ¡Continúa!>> Pero yo sólo quería llorar y esperar que el artificio me envolviera y el fuego y el metal me enterraran. (60) Faltando poco para ser cubierto por completo, una luz en lo alto de la tercera loma apareció. Mis ojos ya no distinguían nada, sólo aquél brillo que flotando se acercaba. Era un ángel que sin manchar sus pies en los fétidos cultivos de ese valle, se detuvo ante mí. (61) En su mano izquierda portaba una cuerda enrollada. Alargó su brazo libre hacia mi traje y petrificado comprobé que de gris y antracita era su esqueleto. Sus dedos formados por membranas y músculos de alguna aleación imposible, agarraron mi eléctrico abrigo y de un girón desgarró mis vestiduras. (62) Sus ojos, de un luminoso azul, se posaron con lástima sobre mí. Yo sentía como si estuviera siendo tragado por la tierra, a mi alrededor seguían amontonándose la inútil cosecha haciendo cada vez más imposible mi mirada, que en un alargado túnel se convertía. (63) Aquél ángel de aluminio me lanzó la cuerda, pero yo no era capaz de mover mis brazos.
- Debe coger la cuerda – me dijo.
- No puedo, ya es tarde – susurré.
- Toda derrota comienza con esa frase. No la repita y agarre el cabo. Yo le ayudaré – me animó.

(64) Y su voz, sumada a la voz de mi interior, me estimularon el espíritu, donde radica la fuerza de lo que somos. Con un grito desgarrado, arrebaté al artificio su victoria y rasgué mi carne entre la seda y el cobre. (65) Agarré el cabo con ambas manos y el Ángel de Aluminio tiró de mí. Sintiéndome libre, como parido de la mugre que quiso aniquilarme, grité al sentir la brisa enrarecida. (66) Temblé de frío. Tirité de miedo. Y cuando me supe hombre, alcé mis ojos agradecido.
- ¿Quién eres? – pregunté.
- Ya sabe quién soy. El que siempre estará a su lado. Gabriel.
- ¿Y dónde has estado hasta ahora? 
- Venciendo a la muerte. Pero ahora, ya estoy aquí para cubrir sus pasos. Debemos continuar, el desenlace se cierne sobre nosotros. 

Y renacido y lleno de fuerzas, miré a la tercera onda. 


(Continuará...)

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Nota del autor: Este relato... no es tal. Pertenece al futuro, a una historia que me ronda por la cabeza desde hace 10 años, la secuela de la trilogía Semiya, Siembra y Revolución, un libro que desvelará el desenlace de la sociedad y revolución que se plantean en es historia. Este libro está en mi cabeza, palabra por palabra: La Guerra de Arturo se llamará, y se escribirá cuando el tiempo que me esquiva, decida cederme el tiempo suficiente para escribir. Hasta entonces, por impaciente, escribí este relato y lo incluí en Manifiesto para la Revolución, una recopilación de textos y cartas de temática social.

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