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jueves, 9 de febrero de 2012

El Callejón


No sé si fue un grito, un gemido, un suspiro o la muerte que llegaba silenciosa. No, no sé por qué razón sentí la necesidad de entrar en aquél oscuro callejón. Porque buscaba una salida. Porque buscaba peligro. Porque buscaba hacerme daño, arriesgar algo, sentir, esperar… Porque quería morir o, al menos, estar cerca de la muerte. Y la muerte rondaba por aquél callejón. Bien lo sabía.
   Había llovido hacía algunas horas, las misma que llevaba vagando por las calles que los turistas evitan. El suelo sucio e irregular creaba pequeños charcos y yo miraba el reflejo de las luces de neón que ondulaban en ellos. Miraba los edificios en ellos. Miraba a las putas y vagabundos en ellos. Quería ver una realidad deformada, turbia, sucia… No me bastaba con aquellas calles olvidadas, no, quería exagerar la miseria. Quería martirizar la tristeza que sentía. Y así, con la mirada agachada, clavaba mis ojos en el suelo y turnaba mi futuro entre los adoquines grises y los charcos con sus reflejos sucios de parajes sórdidos.
   Metía mis manos en los bolsillos de mi gabardina de mil pavos. Cubría mi cabeza con un sombrero de 200 y manchaba mis zapatos italianos cuando algún reflejo era demasiado claro. Sí, vestía mi fortuna y la arrastraba por el barrio de las putas y yonkis, barriadas de asesinos y víctimas, extrarradios olvidados, periferias sociales… Y en ningún momento me pregunté qué hacía allí. No lo sabía, quizás sí, no lo sé. Sólo quería caminar o más bien, vagar como alma en pena, pobre desgraciado que tenía de todo y no tenía nada. Estúpido rumiador de miserias que ya querrían algunos.
  
   Sólo aquél ruido llamó mi atención. Ni los susurros de los revólveres ocultos ni las propuestas de las putas. Sólo un ruido que no supe interpretar. Un grito, un gemido o la muerte que esa noche salió a pasear. Me detuve. Observé el callejón, era más oscuro que mi alma y, al principio, no vi nada. Un tren pasó y su estela trajo vida a algunos periódicos viejos y amontonados. El traqueteo metálico y rítmico creó ondulaciones en un gran charco que se había formado en un lateral, pegando a la acera y venciendo a la alcantarilla. Fue entonces cuando lo vi. Un bulto negro junto a unos cubos de basura. Únicamente una farola típica, de esas viejas de luz amarilla que sólo sirven para saber que hay farola, no para iluminar,  desparramaba su destello sobre los adoquines húmedos y el agua apresada por el bordillo de la acera. Al principió creí que el bulto era un montón de mierda derramada por algún niñato o vagabundo. Pero la inútil farola, el oportuno tren, sus vibraciones y la lluvia con su charco se las ingeniaron para que encontrara aquella mano. Una mano vieja y sucia que temblaba sus dedos sobre los temblores del charco.


   Entré en el callejón y comencé a escuchar mis pasos. Sentía todo lento… mis movimientos, las luces, el tiempo… Escuchaba mi corazón bombeando mediocridad. Escuchaba mi respiración inspirando oscuridad y expirando mierda. El ruido de mis zapatos sobre el agua encharcada. El roce de mi gabardina de mil pavos. Las hojas de los periódicos, resguardadas de la lluvia bajo una resquebrajada uralita, agitaban sus esquinas. Y yo avanzaba hacia el bulto.
   Olía a muerte. A ratas. A podrido. A desperdicio. A basura humedad. A vagabundo. Mi sombra, tras de mí, se deformaba al acariciar las paredes mugrientas, las tuberías de gas que subían al infierno, los cubos de basura. Caminé sobre el charco grande con mis zapatos italianos y miré mi reflejo maquillado por la farola. Allí tenía mis manos escondiendo mi turbio presente. Allí mi sombrero, arrojando penumbra sobre mis ojos. Y allí mis preguntas sin respuestas. Miré la mano que asomaba y seguí su camino. Escondía su brazo en un abrigo de paño viejo y robado. Roto. Sucio. Después, un hombre, un despojo que, apoyado en bolsas de basura medio abiertas, parecía dormitar. En su otro lado, otra manga vieja, rota, sucia y al final, otra mano asomando agarrando también temblorosa un cartón de vino. Ocultaba su existencia con la capucha de una sudadera negra que le abrigaba bajo el paño. Sus piernas, en pantalones marrones, grises, negros se estiraban de cualquier forma. Tal y como debió haber caído tras un último trago.
   Me acerqué y el tiempo seguía ralentizándolo todo. Cada vez más. Mi cuerpo era pesado, mi sangre lenta. Sentía cada caricia de la brisa. Cada vibración de la calle, de la vida, de la muerte que por allí llegaba. Mis manos no querían salir de los bolsillos. Mis pasos no querían acelerar. Tampoco frenar. Iban. Hacia él.
   Crucé el charco y, de nuevo, en su reflejo, observé el mundo al que quería pertenecer. Ondulaba los edificios colindantes. Ondulaba la farola inútil. Ondulaba mi vida arrebatada.
 En silencio. Todo era silencio. Los coches que pasaban por la calle principal. Los gritos de las putas plantadas. De los drogatas desesperados. De los pirados. De los cuchillos. Silencio. Sólo mis pasos sobre el charco. Así era mi vida. Silenciosa. Sólo mis movimientos hacían algo de ruido. Susurros. Murmullos. Jodida vida que tenía que abandonar y adentrarme en oscuros callejones para sentir algo. Lo que fuera.
Llegué hasta él. Le miré desde arriba. Un miserable, perdido, yonki, borracho que se había abandonado, que se dormía entre desperdicios, entre la mierda de seres inmundos. Una mueca de asco me asomó en los labios. Después, una sonrisa de tristeza. Una punzada en el corazón. Lástima. Dolor. Me puse de cuclillas a su lado y le cerré el abrigo de paño que con ebrio descuido dejaba entrar el frío. El vagabundo pareció despertar. Era un viejo. Su frente arrugada, más de lo oportuno, se estiró. Se estiraron también sus labios y dibujó una luminosa sonrisa. Así son las sonrisas sinceras: luminosas. Da igual unos dientes mellados. Da igual un aliento pestilente. Da igual.
-   Gracias amigo... – me susurró.
-   ¿Está bien, abuelo? – le pregunté.
-   No, claro que no... – esbozó otra sonrisa. Esta vez triste. – Estoy borracho, desahuciado, abandonado...
-   ¿Quién te ha dejado así, abuelo? – pregunté.
-   Nadie. Todos. Mi madre, que enjugó mi llanto con su cabello al nacer en un motel. La bicicleta que robé. El colegio que abandoné. Mi padre que me apaleó. La mujer que no me amó. La que me rechazó. La niña que salvé en una playa. La guerra y su desierto, sus estelas de fuego, sus destellos, sus metrallas, sus estruendos, su muertos... sus recuerdos. La mujer con la que me casé. Mis amigos que me infectaron. La policía que no me detuvo. Los muertos que enterré. El trabajo que no me dejó vivir. Mi hija que se murió entre mis brazos y no lo pude evitar, no la pude cuidar y sólo pude besar sus muñecas ensangrentadas tratando de robarle a la muerte lo que no debía arrebatarme, lo que no podía llevarse, lo que no era tiempo de que se marcharse. Yo, que regañé al mundo, que culpé a Dios, que renegué de la vida, que reproche a todos hasta que en un charco me encontré con mi reflejo.
-   Ya eres viejo, abuelo. No te hablaré de esperanzas – dije.
-   Mi esperanza, amigo, está en este callejón – dijo con otra sonrisa. Esta vez resignada. – Pero... te diré una cosa.
-   Dime.
-   Yo, que he visto mi reflejo en ese charco, que ahora repaso mi vida con este vino barato puedo decir algo con orgullo – el abuelo alzó su mirada. La clavó en mis ojos y un brillo recorrió sus pupilas. – ¡He vivido! – aquel grito murmurado, ese susurro gritado me heló la sangre.
-   Y por ello, te envidio – susurré yo.
Y por fin saqué mis manos de los bolsillos de mi gabardina de mil pavos. Con una le tapé la boca. Con la otra le corté el cuello. Su sangre me salpicó, pero yo no la sentí porque ya no siento nada.
- Y ahora debes morir – le susurré.
No hubo estertores, ni convulsiones. Dejó escapar la vida de la misma forma que la había vivido. Llevé su mano hasta los ojos y se los cerré. Todos deberíamos morir con los ojos cerrados, pero pocos lo hacen. Bien lo sabía yo. Limpié el cuchillo en su abrigo de paño roto y viejo. Sucio, más sucio. Me levanté y me alejé. Pisé el gran charco y sus ondas me devolvieron mi reflejo. Seguía sin gustarme.

Abandoné el callejón y me perdí entre las putas y drogatas. Clavé mi mirada en el suelo y allí encontré lo que buscaba. Mis respuestas. Entre los adoquines grises y sucios. Entre los charcos turbios, en sus ondulaciones leí las respuestas. Ya sabía por qué vagaba por allí. Por qué buscaba una salida. Por qué buscaba peligro... Porque quería hacerme daño, arriesgar algo, sentir, esperar… Porque quería morir o, al menos, estar cerca de la muerte. Y la muerte, lo sabía desde el principio, rondaba por aquél callejón. Salía de él, confluía con la gente y pensaba en el cuerpo sucio, frio, duro que heredó el callejón. Uno, que había vivido, quedaba muerto entre la basura. Otro, que andaba muerto,  salía, metía sus manos en los bolsillos de su gabardina y regresaba a su silenciosa vida.
   Y aquí estoy, en el callejón oscuro de mi casa. Rodeado de la basura que he comprado, caído ebrio por mis recuerdos, tiemblo mis dedos entre el charco de mis ojos y los adoquines de un teclado. Y ahora, mientras escribo, repito las palabras del viejo y pienso y susurro.
   - Sí, viejo, sí que te envidio.


f. j. Rohs

5 comentarios:

  1. Directo, crudo. Mueve un montón de cosas al pasar.
    Como en todo lo que te he leído, atrapas desde el principio y vas produciendo una tensión que se hace casi insoportable. Hasta que das la palmada final.
    Me gusta tu estilo, Fj.
    Un abrazo.

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  2. Plas plas plas!!!! Se puede hacer más extenso, quizás más corto, se puede hacer más alto o bajo, pero jamás más perfecto, escribes como un dios, no, como un Dios!! Que me has tenido con el culillo encogido hasta el mismo final, del que busca la muerte y es el que la da, del que busca sombras y es el que las regala, del que ansia vivir y es alguien sin vida quien le enseña lo que es la vida, y esos pasos en tinieblas tiene un nombre propio, tienen un gran recuerdo, el de tu texto, que estará unos días recorriéndome el cerebro, lo siento.
    Un besazo de los grandes, porque no sé como pagarte por el regalo de tu talento al mundo. Sí, hoy estoy algo melindrosa, pero mis comentarios siempre son inesperados, a saber qué se me ocurre la próxima vez que te lea ¬¬
    Hasta pronto, espero.

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  3. Admirable...nada más, no me atrevo a decir nada más...!!!

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