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En la Buhardilla


Mi padre creía que veía porno. Y la verdad es que, por no querer acostarme pronto, por tratar de exprimir, como decía el profesor Keating, “el meollo de la vida” de alguna forma, subía a la buhardilla, apagaba las luces, dejaba un flexo, ponía a Ennio Morricone y… vivía. Lloraba y reía, como en el fondo es la vida. Y no lo hacía sólo. Allí estaba mi pluma, mi cuaderno cuadriculado, mis tristezas, mis sueños, mis fantasmas y fantasías y, claro, también estaba Morricone, que no es un perro, por si alguien no le conoce.

No soy ningún aventurero. No he escalado ninguna montaña. No me he perdido en un bosque. No he viajado a paraísos olvidados. No me he desmayado en el desierto. No he tenido ningún duelo al sol. No cabalgué con lanza en ristre. Nunca he naufragado. Y sin embargo… cuando abandonaba al clarear esa buhardilla llevando conmigo el eco del Oboe de Gabriel , me quitaba el polvo del desierto bajando las escaleras, dejaba la lanza apoyada en la puerta de mi cuarto, colgaba mi revolver en la percha y me tiraba en la cama a soñar con los ojos cerrados. 

Comencé a escribir por envidia, creo. Ya no me acuerdo bien. De niño construía Tente (el Lego es una mala imitación que se ha impuesto por puro marketing). Cuando me salió la pelusilla del mostacho, seguí haciendo Tente en la clandestinidad y, de cara al público, maquetas, que parece algo más adulto. Pero por aquella época ya leía mucho. Sin prisa, pero sin pausa. No sólo me gustaban las historias, sino que también disfrutaba de cómo se construían, defecto heredado del Tente, supongo. Ahora sé que hacía aquello porque en el fondo también quería construir historias y era la única forma de aprender. Y cuando leía algo bueno, pensaba: Tengo que construir algo así.

Comencé a escribir por amor, creo. No estoy seguro. No sabía robar besos y no entendía las indirectas que se susurran en los portales. Cuando una chica juagaba con su dedo haciendo bucles en su pelo apoyada en el quicio de la puerta, yo pensaba: ¡Cómo no lo va a tener rizado! Todo el rato con el dedo… Si el rumor de alguna enamorada me llegaba, hacía la técnica del avestruz. Un día una chica me dijo: ¿Me acompañas al baño? Y yo le dije, no, que te acompañe tu amiga, que yo no puedo entrar. Y claro, todas esas torpezas le llenan a uno el corazón de sentimientos confusos, así que, al llegar a casa, subía a mi bohardilla, apagaba las luces, bajaba el flexo, sacaba a Morricone a pasear, y escribía las más cursis poesías que he leído en mi vida. ¡Cómo no! ¡De alguna forma tenía que besar a las chicas!

Comencé a escribir por terapia, creo. Trato de olvidarlo. Una noche fea. Una carretera oscura. Una curva sucia. Una llamada. Unos ojos rojos. Un hospital silencioso. Un día largo. Un Doctor cabizbajo. Un Lamento. Un regreso confuso. Un hogar ausente. Una cena fría. Una cama vacía. Una lágrima reprimida. Una escalera. Una bohardilla. Flexo. Morricone. Pluma. Palabras. Silencio. 

Comencé a escribir por culpa del fracaso. Tengo mis dudas. Sentí el fracaso al no poder hacer lo que soñaba, escribir libremente. Escribir todo el día. Dormirme sobre una página vacía. Sentía el fracaso cuando me rompieron el corazón. Sentí el fracaso al abandonar la universidad. Y, sobre todo, sentí el fracaso al dudar de mí como escritor. Cien novelas comencé. Cien novelas me apalearon y humillaron. Yo, un excepcional escritor incomprendido. Yo, un malabarista de las letras en la palestra clandestina. Yo, un domador de palabras con látigo enredado. Yo, un talento por descubrir, un diamante que nadie conocía… Embriagado por mi propia prosa… Zas! En toda la boca. Ni una sola novela lograba terminar. Fracasado. Sólo una cosa me salvó: La Humildad. Difícil lección que aprendí para levantarme del subsuelo. Y así, a punto de abandonar, subí humillado a mi buhardilla, apagué las luces, golpeé al flexo, recé a Morricone, cogí a mis personajes, hice un ERE literario, me quedé con 12 leales y les engañé reencarnándoles en Cuentos y Relatos. Y sólo tras acabar una buena colección de pequeñas historias fui capaz de alzar mi cabeza, retar a una idea y escribir mil páginas que se convirtieron en una Novela, en la Novela que exactamente soñé escribir.

No tengo ni idea de cuándo comencé a escribir, si cuando el mostacho, si cuando las chicas, cuando la noche fea o con mis fracasos. Puede que comenzara a escribir en cada uno de esos momentos. Y puede que, en cada uno de esos momentos, comenzara a escribir de forma diferente. Son las piezas de Tente que conforman mi vida. Solo cuatro piezas que por sí solas nunca compondrían nada, pero que juntas, al verlas, al escudriñarlas, al encajarlas, construyen gran parte de lo que soy. 

Después de aquellos momentos y de las piezas que me tocaron, me afeité el mostacho, escondí las poesías cursis, despedí a Morricone por malos recuerdos, imprimí mis cuentos y, por fin, robé un beso. Lo dejaron muy a mano, todo hay que decirlo. Y fue entonces cuando comprendí a la Princesa Buttercap y el valor del pirata Roberts. Y acabé como ellos. Poco tiempo después llegó mi pequeña revolución y sentí la devoción que sentía Jean Val Jean. Ese día comencé a escribir… Otra vez. Pero ésta pieza de Tente no me tocó. Yo la elegí. 

Y ahora, mientras juego y combino mis grandes piezas y trato de construir un pequeño texto que hable de mí, me doy cuenta de que lo importante no es cuándo comencé a escribir, ni tan siquiera el por qué escribo, nada de eso es relevante cuando uno se da cuenta de que el destino, Dios, Keating, una curva fea, la envidia, el pirata Roberts o el amor han puesto, en cada pasaje importante de mi vida, una pluma en mi mano y en mi alma mil palabras. Las razones no importan. El cuándo es indiferente. Lo importante es que crucé un desierto, vencí en una liza, detuve a un forajido, descubrí tesoros misteriosos, dormí en un bosque y, tras casi morir ahogado, recalé en una isla perdida donde ahora pervivo. Y no, no compré billetes ni balas ni alfalfa para mi corcel zaíno. No hace falta, hay mil formas de vivir la vida. Yo, escribo.

f.j. Rohs - ¡Escritor!