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viernes, 18 de octubre de 2013

Piaccienccio o El Sueño que No LLega

      La verdad, para qué mentir, empezar engañando en un cuento es algo que no debe hacerse, así que seamos sinceros. Nuestro pueblo, además de pobre, era terriblemente feo. Sí, no era uno de esos pueblos de leyenda, rodeados de inmensos prados de brillante verdor, adornados con eternos bosques más altos que el sol y donde las flores silvestres rojas, amarillas y violetas bebían dulcemente a lo largo de un cristalino río que cruzaba un armonioso pueblecito blanco... No, nada de eso. Las únicas flores que existían, o mejor dicho, persistían, en nuestro pueblo eran los geranios secos de Doña Fiorenccina. La armoniosa construcción consistía en el apiñamiento masivo de casas de mil colores difusos parcheadas con todo tipo de materiales y sin diferenciación a penas entre casa y casa, hasta tal punto que no eran extrañas las peleas a las tres de la madrugada porque Don Marcelo y su mujer, Doña Rigobertta —la regordeta, para el resto del pueblo— se quejaban de los escandalosos ronquidos de Don Albertino que vivía cuatro casas más allá.
      No hablemos de los prados verdes y frondosos porque simplemente, me ponen ustedes en un aprieto... Si es necesario para un cuento tener prados verdes, daremos ese calificativo a alguna extensión medio verde, medio marrón, pues tanto ese como el resto de prados estaban devastados por la continua, singular e inagotable estampida de... ovejas de Don Liborio Armeneto. Nadie sabía qué las daba éste a sus ovejas locas, pero no paraban de correr en todo el santo día y parte de la noche.
      ¿Bosques? Cada vez me lo ponen más difícil. Pero bueno, siendo el autor de esta historia algo benévolo, accederemos a dar ese título a una agrupación de unos diez pinos retorcidos, casi secos que rezaban por no llegar al siguiente invierno y que, de forma inexplicable para los habitantes de nuestro pueblo, cada vez estaban más lejos, como si los pinos pudieran andar...
Es comprensible que a ustedes se les hayan pasado las ganas de leer este cuento, es lógico, con tales insulsos ingredientes, yo mismo veo complicada mi misión. Pero rescataremos de Santa Dona di Piave, que así se llamaba nuestro pueblo, su pequeño río... riachuelo. Porque sí, tenía uno, y aunque muy pequeño y con poco ruido, llevaba agua. Tampoco muy cristalina, pero, la verdad, en comparación con el cuadro que hemos pintado, es merecido resaltarlo e incluso decirlo bonito, porque si no, poco podríamos sacar de él, por sacar no se sacaban ni peces de colores. Los Piavenses se consolaban con la leyenda de una supuesta aparición de la Dona en ese río para poder explicar su inexistente pesca: “Es tan puro que ni los peces se atreven a nadar por él”, decían los Piavenses. Y era cierto. Nunca nadie se le vio pescar nada; y pescador había, uno siempre, pero nada en su vida sacó... Claro, hasta esta historia, que es lo que nos traemos entre manos. Bueno, más o menos...


¿Saben? El protagonismo no es cosa que entienda del tiempo, el protagonismo sabe de instantes, es así que, a nuestro extraño protagonista lo mencionaremos ahora, en algunas pocas líneas, y al final de esta historia.

      Piacciencio era el más viejo parroquiano de Santa Dona di Piave. Desde que el pueblo fue pueblo y desde que ese pueblo tuvo río y desde que ese río tuvo puente, no se vio pasar ni un solo día sin ver a Piacciencio en el centro del puente con una viejísima caña de pescar. Allí estaba al amanecer y allí seguía en el ocaso. Nadie sabía dónde dormía. A veces se dudaba de si dormía. Los Piavenses sólo sabían que al llegar el alba, Piacciencio estaba ahí, agarrando firmemente su maltrecha caña. Nadie entendía como un hombre tan viejo —pues rondaría los ochenta años— podía resistir tanto tiempo allí de pié. Es más terrible aún el asunto: nuestro viejo protagonista no decía palabra. Nunca se le escuchó hablar. Se le creía incluso mudo y sordo. Pero la verdad sea dicha, tampoco se puso mucho empeño en descubrir lo contrario. Todos le llamaban Piacciencio porque significaba paciencia, y de eso era evidente que poseía tanto o más que el santo Job.
      Y por ahora no hablaremos más de nuestro protagonista. Sólo recordar, a modo de resumen, que existía un pueblo feo, con un riachuelo medianamente bonito, con un puente sobre él y que allí, todos los días, había un anciano pescando —aunque nada nunca pescó— y que al pobre se le conocía como Piacciencio.
      En fin, ahora viene la parte que menos me gusta de este cuento —espero no desanimarles— pues en ella debo narrar unos sucesos bastante desagradables propiciados por la rivalidad existente entre los Piavenses.

      Santa Dona di Piave estaba exactamente separado en dos por nuestro ya conocido riachuelo. En la orilla norte vivían cincuenta familias y en la sur otras cincuenta. Desgraciadamente, ambas orillas se llevaban a matar. Y a todo esto las ovejas locas de Don Liborio Armeneto seguían correteando de aquí para allá sin descanso ni distinción de orilla.
      Ocurrió un día en el que llegó una carta al párroco de la orilla norte, Don Giovanni de la Crucetta donde le instaban las autoridades regionales a que convocara elecciones a la alcaldía. Era necesario para la región que todos los pueblos poseyeran un alcalde y debían, pues, celebrar elecciones y comunicar el resultado a las autoridades competentes.
      El padre Don Giovanni de la Crucetta comprendió al instante el problema que tal hecho conllevaría, pues no por ser de la orilla norte, era tonto. Vislumbró que tal elección a la alcaldía supondría la mayor disputa en Santa Dona de Piave desde que según la leyenda se dividió el pueblo debido a la construcción del puente. Esa disputa terminó con la salomónica solución de que cada orilla construiría su mitad correspondiente. Pero, desgraciadamente, en este especifico problema, la mitad no es la solución.
      Así pues, tras largas horas de oración ferviente buscando ese rayo de luz celestial que iluminara su trágico dilema, el padre Don Giovanni de la Crucetta, no albergando éxito luminoso sus rezos, concluyó por comunicar el problema al párroco sur, el padre Don Humberto Mattino del Manto Divino, y entre los dos discutir la solución.
      La cita quedó concertada en el puente.

   Tenemos un problema, padre Mattino. He recibido una carta del gobierno regional que nos acarreara graves altercados entre nuestros parroquianos.
   ¿De qué se trata, padre de la Crucetta? —preguntó preocupado el padre Mattino. Decir es necesario que, si hubiera que salvar por buenas relaciones a dos hombres de Santa Dona di Piave, estos eran nuestros contertulios, aunque no por ello dejaban de ser partidistas.
   Las autoridades regionales —continuó el padre de la Crucetta— nos obligan a celebrar elecciones a la... alcaldía.
   Mmm —y ambos se quedaron en meditabundo silencio durante varios minutos. Comprendían la gravedad del asunto.
   Pues sí, es un problema —dijo al fin el padre Mattino. Y allí estuvieron cerca de una hora, los tres callados, pues recuerden a nuestro paciente pescador, pero en fin, como si no estuviera.
En esa hora rezaron, pasearon, abatían sus brazos y resoplaban buscando en su teológica sabiduría una solución.
   No hay más remedio... —dijo rompiendo el silencio el padre de la Crucetta.
   No, no hay más remedio —contestó el padre Mattino.
   ¿Cómo lo hacemos? ¿Dónde nos reunimos?
   Pues deberá ser aquí, no existe otro lugar neutro.
   Muy bien, padre Mattino, reúna a su gente. Aquí nos veremos hoy a las cinco de la tarde. Buenos días, padre.
   Aquí a las cinco. Buenos días padre de la Crucetta.

Ambos párrocos fueron casa por casa avisando de la necesaria reunión en el puente para esa misma tarde. En toda Santa Dona de Piave se empezó a respirar un ambiente de tensa incertidumbre. Nadie sabía qué era tan importante para congregar a todos, el último echo de características semejantes databa de hacía tres años, cuando se tuvo que discutir si se mataban a las ovejas locas de Don Liborio Armenetto o se las dejaba vivir con su extraña adicción a la estampida. Al final, como es evidente, pues aún siguen correteando por allí, se les perdonó la vida porque su lana, su leche y su carne era beneficiosa para todo el pueblo, cuando se conseguía atrapar a alguna, claro. Esta anécdota nos sirve para ilustrar el carácter hipócrita de los Piavenses, pues no por ser rivales y odiados enemigos dejaban de hacer negocios entre ellos.
Se acercaba ya la hora concertada y, tanto el norte como el sur, estaban inquietamente reunidos en sus respectivas plazas. Llegado el momento y encabezados por sus respectivos párrocos, marcharon todos a tropel hacia el puente. Una vez allí y con los debidos intercambios de miradas rojas, amenazas pensadas y cuchillos imaginados, esperaron todos expectantes ante la subida al centro del puente de ambos religiosos. Allí y ante la desatendida y distante presencia de nuestro loco pescador, que no despegaba los ojos de su caña, se murmuraron unas palabras antes de referirse al populacho.
   Queridos cristianos hijos de Dios... —comenzó paternalmente el padre de la Crucetta como intentando apaciguar las futuribles iras de la gente.
   Esta mañana se ha recibido una carta del gobierno regional... —continuó el padre Mattino.
   Donde se nos insta de forma inmediata a celebrar...
   Elecciones...
   A la alcaldía.
      Y ahí comenzó todo. La cosa nació con murmullos, pero poco a poco subió el tono hasta que los gritos eran escuchados hasta en Riveretta de la Veta, pueblo que distaba a veinte kilómetros de allí. Ambos sacerdotes intentaron poner orden durante bastante tiempo y cuando lo consiguieron continuaron con la noticia.
   El padre Mattino y yo hemos decidido...
   Que cada orilla celebre un referéndum...
   Para proponer un candidato.
   Un único candidato por orilla...
   Y con consenso general.

      Y volvió a desatarse la locura. Todos empezaron a gritar, a amenazar, a protestar, a empujarse, a discutir. Tal histeria colectiva se sostuvo durante cerca de quince minutos en los cuales, tanto el padre Mattino como de la Crucetta, intentaron en vano apaciguar las iras. Transcurrido ese tiempo el populacho fue perdiendo fuerza, echo que aprovecharon los moderadores.
   Hermanos...
   Tranquilos...
   Es la única manera...
   De encontrar una solución...
   Y aun sabiendo la casi imposible unanimidad general, ni aún menos una simple mayoría...
   Esos dos candidatos se enfrentarán en tales elecciones para ser el alcalde de nuestro amado pueblo.
De nuevo un murmullo nada halagüeño se fue elevando.
   La alcaldía se obtendrá con el número de votos...
   Correspondientes a la mitad... más uno de los votantes aptos de Santa Dona Di Piave.
      La explosión de agresividad se perdió en el odio y el descontrol. Los gritos de amenaza entre orillas comenzó a tomar un cariz muy peligroso. Los insultos eran macabramente imaginativos. Y entonces ocurrió... Primero fue una, luego otra... y tras eso, la lluvia de piedras, palos, macetas, frutas, verduras o todo aquello que se pillara a mano, era útil para ser arrojado hacia la orilla opuesta. Cientos de contundentes objetos volaron sobre la cabeza de nuestro viejo, bueno, paciente e impasible Pacciencio. Ajeno a todo elemento artificialmente volador, seguía con sus ojos clavados en el riachuelo atento a cualquier tirón que sintiera en su caña.


      La guerra, revolución, secesión o como quieran llamarlo, duró una semana. Ocurrieron hechos lamentables. Lo primero fue construir barricadas en todo lo largo de ambas orillas; se crearon puestos de vigilancia y se dispuso, en cada lado del puente, una especie de aduana o guardia, que retuviera a toda persona ajena o no permitida del lado correspondiente del riachuelo. Rápidamente se creó una milicia en cada orilla, se reclutó a todo aquel hombre comprendido entre los doce y sesenta años. Se establecieron patrullas de control, cuartel general (el norte, en la pescadería de Don Bernardetto Galletto y el sur, en la panadería de Don Agripino Pescadino) y por supuesto, servicio de espionaje, compuesto mayoritariamente por mujeres entre las que destacaban Bendita Pechugguiña (una mujer de armas tomar... ustedes ya me entienden) que encabezaba el servicio del sur y la bella Filomena Lomennea (la única mujer que conseguía armonizar en vaivén la mirada de todos los Piavenses) dirigía el espionaje norte. Con tales encantos y otros muchos que poseían el resto de mujeres espías, unidas a las no pocas virtudes ya dadas en la naturaleza femenina por defecto, efecto o exceso, la labor realizadas por éstas fueron quizás las más provechosas, en todos los sentidos, consiguiendo traiciones electorales al intercambio de cuarto y mitad de pechuga, por voto; o a la no menor oferta de muslo y contra muslo por voto familiar. En fin, hipócritas, pero no tontos. Los piavenses se dieron cuenta que la guerra fría (o caliente) daba más provecho que las amenazas.
      Durante todo el día se repetían altercados y enfrentamientos, lanzamientos de objetos, más perfeccionados, eso sí, sin causa ninguna, simplemente como prácticas de puntería usando como blanco la poderosa calva brillante de Don Bartolomé del Cañette, o por venganza por el precio del ovillo de lana de Doña Bernarda Crochetinna y mayoritariamente se usaba la excusa de la trasgresión, no importaba hacia qué lado afectase, de la correspondiente estampida de ovejas locas de la diez y media, o de las cuatro y cuarto, o de las seis treinta y siete... En fin, daba igual la hora. Se veían a las ovejas cruzar por el río dando brincos y, ¡ala!, piedra que te va y viene. El único  margen de hora respetado por ambas milicias era la comprendida entre la hora de comer y el final de la siesta, no por nada, ni consenso ni pre acuerdo, simplemente porque para los piavenses, tanto la comida como la siesta, eran mucho más importante que cualquier guerra o cataclismo. Don Humberto Mattino siempre decía que como el día del juicio cayera en esa hora, allí no se salvaba ni él mismo.

      Por la noche, no sólo los enfrentamientos se provocaban por los inmensos ronquidos de don Albertino, sino que, de hecho, era el momento de mayor actividad, pues se unía a la lucha física, la labor de las mujeres espías. Se producían incursiones nocturnas que atacaban la integridad de las vacas, de las tiendas y, desgraciadamente, de la fidelidad matrimonial.

      Las cosechas se perdieron por completo. Las vacas, del susto, se les agrió la leche; los cerdos, sin comida y desatendidos, adelgazaron tanto que ni la pata servía de paletilla y ni la paletilla servía para el caldo. De hecho, terminaron siendo usados como animales alarma porque en cuanto veían movimiento se ponían a gritar al creerse alimentados. Las gallinas, alborotadas, se unieron al despropósito general y se peleaban entre ellas y los gallos, desfallecidos por el hambre, no tenían fuerzas ni para cumplir su función como macho. En fin, el pueblo se empobreció en extremo, pero la lucha, la secesión, era lo primero. Nadie preveía que se quedarían sin víveres, y cuando ocurrió, nadie quiso admitirlo externamente; e internamente se culpaba de robo a la orilla rival. Conocida una debilidad del oponente, la política y la violencia, exprimen tal ventaja para conseguir la victoria. Pero, ¿qué ocurre cuando los recursos, las fuerzas y las milicias están igualadas hasta tal extremo? Pues que una vez sustituida la locura y la envidia por el odio visceral, lo normal es que ocurra lo peor: el exterminio.
      Tal no ocurrió en Santa Dona di Piave. Por exterminar, no se exterminó siquiera una oveja loca de don Liborio Armenetto, pero chichones graves, roturas de huesos y magulladuras hubo a cientos.
      Finalmente, cuando la solución parecía impensable, unas negociaciones llevadas a cabo en la más absoluta discreción por el padre Mattino y Crucetta, se consiguió que ambas partes propusieran un candidato. Evidentemente, tales candidatos fueron los correspondientes generales y líderes militares, pues cuando una lucha se desata, lo más fácil es encontrar un líder: el más fuerte, violento y agresivo en sus ideas y acciones.
      Tras otra semana de luchas sumidas en la debilidad y en el hambre, se consiguió otro avance en las negociaciones. Esta vez, se acordó un acercamiento entre ambas partes. Habría una entrevista privada y se convocarían elecciones generales, pero divididas (si eso se puede comer), en cada orilla y supervisadas por la estricta ética correspondiente y aceptada de cada párroco. Las urnas se guardarían en sendas parroquias, se abrirían en público dado el momento y se realizaría el recuento ante la vista de todos.
      Ello ocurriría al cabo de otra semana. Durante este periodo, los enfrentamientos disminuyeron un tanto y entró en plena acción el servicio de espionaje. Se compraban votos. Se vendía todo tipo de carne: de oveja, de cabra, de vaca, de Bendita Pechugguiña, de Filomena Lomennea, de Sofieta Lengüeta, de Maruja Pérez (que al no ser autóctona, tenía gran clientela por su exotismo)
      Durante esa semana se recogieron todos los votos. Y llegó el gran día. El Domingo, día del Señor, los trescientos habitantes con derecho a voto y el resto del pueblo se congregó en las orillas del río y como centro de control y recuento, el puente, con su correspondiente impasible y ajeno Pacciencio. Pudo haberse caído el cielo con todas sus estrellas y lunas durante tal revuelta, que Pacciencio no se hubiera enterado de nada. Él seguía ahí, con su caña y sus viejos ojos observantes, lejos, muy lejos de todas las barbaries cometidas en esas tres semanas.
      Los ciento cincuenta votantes de cada orilla se situaron en las primeras filas (porque, claro, hasta en el número de votantes existía la igualdad) y tras una breve y muy tensa espera, aparecieron ambos sacerdotes con sus correspondientes urnas. Ante el temor de que alguna traición electoral desbocara las iras del populacho, se mezclaron todas las papeletas en una única urna. Esto suscitó algunas dudas y sus correspondientes murmullos, pero gracias a Dios y al honor y ética reconocidas en ambos religiosos, la cosa no fue a mayores.

      Se revolvió toda aquella hipocresía en forma de papeletas y se procedió al recuento. El padre Mattino fue el primero en abrir una papeleta.
   Voto para Don Marccelo Marcial... —y parecerá increíble, pero incluso en el primer voto hubo murmullos de aprobación, desaprobación, dudas y traiciones, pues es natural en el nervioso traidor señalar antes de ser señalado.
   Voto para Don Marccelo Marcial —esta vez lo cantó el padre de la Crucetta. El murmullo continuó.
   Voto para Don Marccelo Marcial —y al tumulto, los párrocos y hasta a las ovejas locas de Don Liborio Armeneto que por allí correteaban se les pusieron los pelos y las lanas de punta temiéndose lo peor... Un voto más para Don Marcial y...
   Voto para... Don Valentino Scoppeta —y hubo relajación.
   Voto para don Valentino Scoppeta... —y así, poco a poco, fue realizándose el recuento. Hubo momentos de tensión, pero el mayor peligro se vivió cuando Don Valentino Scoppeta, en un guiño cruel del azar, sacó diez votos favorables consecutivos y tomó gran ventaja a su adversario. Se escucharon gritos, pero el padre Mattino, previa pronunciación de jaculatoria “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”, sacó un voto favorable a Don Marcial y encadenó siete votos a Marcial con otras siete jaculatorias precedentes.
El recuento duró cerca de dos horas, pero a la hora y media hubo un parón concertado por los párrocos, debido a una grave irregularidad. En voz baja hubo la siguiente conversación:
   Padre Mattino, hay un problema...
   ¿Cuál, padre de la Crucetta?
   Llevamos ya trescientos votos...
   Mmm, ya veo, eso es grave. Somos trescientos votantes y aún quedan... mmm, unos cien votos...
   ¿Qué hacemos? Va ganando su candidato, pero no se puede cerrar el recuento ahora, se desataría la locura.
   La locura se desatará de todas todas, pero lleva razón, no sería justo cerrar la cuenta, es lógico pensar que en ambas orillas existan irregularidades...
   ¿Ellos sabrán cuántos somos? —dijo el padre de la Crucetta mirando aterrorizado al populacho que clavaban en ellos los ojos.
   Lo dudo, pero es igual, tanto unos como otros cuentan con la lectura de todos los votos al suponerse vencedores, ambas partes han amañado los votos, por lo tanto, ambas esperan vencer, todo sea ver quien ha infiltrado más votos extras...
   Debemos continuar... y que Dios nos coja confesados a todos.
   Sí, continuemos. Dios nos asista —y esa media hora restante fue infernal para los religiosos.

Por fin llegó la hora de la lectura del último voto. La tensión, la agresividad y el odio eran perfectamente palpables, acariciables o cortables. Ese voto, fuera lo que fuese, desataría sin remedio lo peor. La votación, como es imaginable, o mejor dicho, inimaginable, tenía la igualdad de doscientos diez votos para Don Marccelo Marcial y de doscientos once para Don Valentino Scoppeta. El infierno envidiaba aquel momento. Y llegó el último voto.
   Y el último voto es para... —el padre Mattino, que se encargaba de la lectura, palideció y medio desmayado tendió el voto hacia el padre de la Crucetta. Éste lo recogió.
   Es para... —también palideció, y a duras penas dijo— para Don Marccelo Marcial. — Estricto empate. Igualdad máxima, hasta en los votos amañados.

Ocurrió entonces el desastre. Esta vez no sólo volaron piedras, palos, macetas... Se unieron al particular vuelo sillas, muebles, botellas, toneles, barricas, ruedas de carro, yunques, estribos, herraduras, herramientas, cucharones, cacerolas, sartenes, platos e incluso algún bruto arrojó a un cerdo alarma que encontró allí a mano (¿escucharon alguna vez eso de un cerdo volador...?). Todo aquello que la fuerza humana pueda hacer volar de alguna manera, fue lanzado o arrojado sin compasión hacia la orilla opuesta. Hasta el pobre viejo borrachín Don Salustiano de la Uveta se hernió cuando siguiendo el ejemplo del cerdo volador, pretendió con extenuantes e inútiles esfuerzos levantar una vaca. Los heridos se amontonaron. No existía estrategia posible, era pura y dura batalla campal, una lucha desenfrenada y rabiosa donde no importaban las bajas propias, sino las enemigas. Nadie salió huyendo. Las mujeres histéricas y posesas arrojaban sus preciadas vajillas, regalos de aniversarios, por no poder arrojar a sus infieles maridos. Las abuelas lanzaban sin compasión todos aquellos jarrones y floreros que guardaban en su herencia durante siglos. Los abuelos hacían volar certeramente sus bastones, callados, muletas y hasta alguna que otra dentadura postiza. Los niños lanzaban con deleite sus libros escolares y reglas; las niñas, sus muñecas de porcelana y sus caballitos de madera... En fin, me quedo sin palabras y sin memoria para poder recordar todo aquello que se vio volar de una orilla a otra.

Pero entonces ocurrió.
Nuestro querido y olvidado Piacciencio, al que ya le predije como protagonista, sintió un leve tirón en su caña. Después otro. Y otro. Y mientras pasaban por encima de su boina infinidad de objetos animados e inanimados, su caña comenzó a doblarse. Se tensó el hilo y empezó a correr el carrete.
Si alguna vez existió la sorpresa en este mundo, lo lógico habría sido que encontrara en el rostro de Piacciencio y en el inaudito hecho de pescar algo allí, pero no, Piacciencio de hecho ni pestañeó. Con su siempre temple impasible y quizás, apartado de posibles emociones en este mundo, fue poco a poco luchando con aquel pez que se antojaba bastante grande. Ni sonreía, ni le brillaban los ojos, nada de nada. Piacciencio tomó aquél singular y, sin precedentes, pez pescado como si hubiera sido su captura número cincuenta... de aquel día.
Y mientras Piacciencio luchaba con su captura, soltando un poco de carrete, luego tirando fuerte y recogiendo, imperturbable, impasible y demás “im” que puedan pensar, la lluvia de objetos sobre su cabeza fue cesando lentamente y tornándose en silencio y asombro general. Por una vez en su vida, Piacciencio cobró, poco a poco, protagonismo en el pueblo que le tenía en el más absoluto olvido. Cien objetos, luego cincuenta, luego veinte, luego diez, luego tres, luego una manzana y finalmente, ningún objeto volador. Todos estaban perplejos y estupefactos mirando al tranquilo pescador luchar con su trucha. Los sudores y esfuerzos sí eran visibles y evidentes, algo incomprensible, además, teniendo en cuenta que Piacciencio bien podría rondar los ochenta años y posiblemente, los treinta pescando allí mismo, en el centro del puente, de pie del alba al ocaso. Pescando, simplemente pescando treinta años.

Y comenzó el milagro.
La perplejidad y el asombro compartido tienden a unir a la plebe. Tras media hora donde el pez se las ingeniaba para no salir del agua, se escuchó una voz:
   ¡Vamos Piacciencio!
 Y luego otra:
   ¡Ánimo! ¡Tú puedes!
Y otra más:
   ¡Ya es tuyo! ¡Tira!
Y poco a poco todo el pueblo troncó su ira en júbilo y aplausos, gritando y animando al viejo pescador. Todos unidos, sin importar la orilla, la piedra recibida o la maceta lanzada, todos, con una hermosa sinfonía de hermandad gritaban llenos de tensión emocionante, de la que es su explosión más cercana, la lágrima alegre y no el puño apretado, y que estaba a punto de reventar y explayarse.
   ¡Vamos!
   ¡Piacciencio, ya lo tienes!
   ¡Suelta un poco y luego tira! —por si a Piacciencio, después de treinta años, se le hubiera olvidado, no te digo...
   ¡Venga, venga!
   Sí, sí!
   ¡Ahora!

Y Piacciencio, juntando en uno todo su esfuerzo, agarrotando sus músculos, tensando su fuerza, inflando sus venas y carrillos, tiró. Tiró como si en ello le fuera la vida. Tiró como si rescatara su alma del mismísimo infierno. Tiró y... una enorme trucha de unos veinte kilos saltó por el aire. Voló como si tuviera alas, se sustentó en el aire una eternidad y pudo ser observada con gloria y deleite por todos los reunidos. Dibujó un vuelo propio del águila que se muestra reina ante la paloma, y voló, voló directo hacia Piacciencio, y voló, voló... tanto que se escuchó un terrible “plas” cuando cayó al agua al otro lado del puente. Todos los presentes pronunciaron un sentido “ooooooh”.
Pero Piacciencio llevaba demasiado tiempo buscando ese pez como para darse por vencido. Después de treinta años no se iba a dejar vencer. Y volvió a reunir sus fuerzas, sus venas hinchadas, sus tendones tirantes y tiró, tiró de nuevo con la poca vida que le quedaba. Tiró, tiró y... y... Otra vez la trucha voló, otra vez preciosa, brillante, bailando en el aire, nadando quizás, doblando su cuerpo. Voló... voló y... ¡pas! El puente retumbó cuando, aquellos inmensos veinte kilos de trucha chocaron contra la maltrecha madera del puente. Todo el pueblo estalló en vítores, fiesta, alegría, júbilo, regocijo... Busquen ustedes sinónimos. Todo aquel sinónimo de odio o ira encontró, en aquel, momento otro de alegría.
   ¡Hurraaa!
   ¡Bravo!
   ¡Bien! ¡Piacciencio, Piacciencio!
   ¡Increíble!
   ¡Maravilloso!
Y, de pronto, alguien dijo una palabra que cambió por completo el panorama.
   ¡Es un milagro! —y la locura divina se desbocó.
   ¡Un milagro!
   ¡Sí, es un milagro!
   ¡Nunca se pescó en este río!
   ¡Es una señal!
   ¡Una señal!
   ¡Sí, una señal! —alguien cometió el error de dar significado a la supuesta señal divina.
   ¡Nuestra Santa Dona quiere a Piacciencio como alcalde! ¡Es la señal!
   ¡Sí, la Dona quiere a Piacciencio alcalde!
   ¡Eso, eso!
   ¡Alcalde!

Y todo el pueblo comenzó a entonar el canto “Piacciencio alcalde”. Todos al unísono, con más vítores, aplausos y hurras intercalados. Todos juntos gritando.
Pero claro, como comprenderán ustedes, si nuestro querido pescador estuvo durante treinta años ajeno a cualquier suceso de aquel estúpido y desgraciado pueblo, no iba a ser menos ahora, a sus ochenta años. Habían llovido indiferencias, olvidos, marginaciones, piedras, macetas y cerdos por encima de su cabeza durante años y él ni miró de reojo a ninguna orilla ni persona.
A Piacciencio le repanpinflaba muy mucho lo que esa desgraciada y cínica gente decía de él, antes y ahora. Nuestro querido pescador simplemente, se dedicaba a mirar su bella captura. La medía, la pesaba, la observaba. Más que nada, la escudriñaba. Ni asombrado, ni alegre; la escudriñaba ante sus últimos aleteos de vida. De pronto, una lágrima rodó por su mejilla. Todo el pueblo enmudeció. Piacciencio estaba llorando. Lentamente, con su trucha preciada en las manos se acercó a la barandilla, la acarició y... la dejó caer al río.
   Adiós, viejo amigo —fueron las primeras palabras que se escucharon a Piacciencio en esa Santa Dona di Piave.
Si el pueblo, ya enmudecido, quedó perplejo cuando Piacciencio sacó aquella inmensa trucha impensable en tal riachuelo, pueden ustedes imaginarse el estado de asombro al que llegó en ese momento. Cerca de diez mujeres se desmayaron, entre ella la Pechugguiña, pero asistentes no le faltaron.
Piacciencio llevaba cerca de treinta años pescando y cuando lo hizo, devolvió su captura al mar.
Nuestro viejo Pescador, se asomó al riachuelo y vio a su viejo amigo que recuperaba su fuerza y que zigzagueaba en su líquido elemento, enfrentándose a la segunda vida que un viejo medio loco le había brindado. Poco a poco, Piacciencio comenzó a sonreír. La cara se le iluminó, sus ojos tomaron un nuevo brillo, su piel se tersó y sus labios se alargaron y dibujaron la más hermosa sonrisa que jamás he visto en mi vida. En ese momento, Piacciencio era el hombre más feliz sobre la faz de la tierra y parte del éter celestial, se lo digo yo. La alegría obtuvo su retrato y su más fiel reflejo en aquel viejo, loco y cariñoso anciano pescador.

De pronto, el mismo pesado teólogo que dio significado a la supuesta señal, gritó lleno de fervor:
   ¡Es un santo! —y claro, todos contestaron...
   ¡Un santo!
   ¡Sí, un santo! —y a uno le dio por conjugar alabanzas...
   ¡El Santo pescador alcalde!
En fin, que les voy a decir, todo el populacho desgraciado e ignorante vitoreó y elevó a Santo Alcalde de Santa Dona di Piave al Gran Pescador Piacciencio. Pero, éste, miraba con deleite el riachuelo y exprimía y sentía y vivía y explayaba su máxima felicidad, siguiendo con rejuvenecidos ojos a su viejo amigo.

De pronto, Piacciencio se separó de la barandilla y levantando los ojos del riachuelo, miró al populacho y dijo:
   Perdonen... —y el pueblo constató su estúpida reverencia al supuesto santo (que lo era, pues los aguantó durante treinta años) guardando el más sepulcral de los silencios. Vamos, como si fuera a hablar un santo...
   Perdonen. Llevan ustedes treinta años espantándome la pesca. Ya he pescado, por fin. Ahora estoy muy cansado. Les pediría a ustedes que dejen durante un rato de montar tanto alboroto, porque quiero echar una cabezadita y no vaya a ser que con tanto grito vayan también a espantarme el sueño.

Y todas las gentes se miraron unos a otros perplejos y extrañados, intentando buscar alguna trascendental parábola o metáfora en las palabras de Piacciencio, pero eso sí, sin ni tan siquiera el ruido de una respiración.
Piacciencio, poco a poco, recogió su caña, su cesta vacía y se puso una chaquetilla roída. Se sentó en el puente, apoyó su cabeza en su petate, entornó los ojos y se durmió en la más sonriente, plácida y silenciosa felicidad.


***


Aquí acaba esta historia. Piacciencio jamás volvió a despertar. Gracias a Dios los piavenses estuvieron callados el tiempo suficiente para que el Sueño, ese Sueño que a veces parece que nunca llegará, se acercara a él y se lo llevara con su viejo amigo, porque no sé si ustedes saben que la muerte no se nos lleva.. La muerte llega, luchas contra ella, la vences, la miras, la mides, la escudriñas y cuando reconoces y la aceptas como el portador del Sueño que no Llega, la lanzas al río de la vida y es la estela que deja tras de sí; es el manto de su capa; el soplo insuflado, no la voz expirada la que se encarga de llevarte donde sea o donde tengas que ir.

Pero si existe en tu aire o en tu río el odio, el rencor, la ira, la envidia o la hipocresía a tu alrededor formando alboroto y jaleo, ¿cómo demonios se va a poder dormir? El sueño que no llega, jamás llegará, pasará de largo y un día la Muerte, cansada de esperarte, mandará a su Violencia para mandarte al quinto infierno o más o menos por ahí.

Desgraciadamente, la veneración por ese santo loco pescador llamado Piacciencio duró aproximadamente una semana. Lo justo para enterrarle entre honores. Pero la batalla, o guerra ya, retornó en el momento en que quiso dársele a Piacciencio el patronato norte o sur.
Santa Dona di Piave, incapaz de elegir alcalde, fue absorbido por la alcaldía de Rivereta de la Vetta.
Con el tiempo y llegando a la desaparición el pueblo se segregó finalmente. Con un acuerdo de buenas intenciones, se quedó en Santa Dona y en Rivereta de Piave y aunque se retomó las viejas costumbres de tratarse en negocios y demás, se siguieron odiando durante siglo, aunque jamás volvieron las piedras, macetas y cerdos voladores.

Respecto a nuestro Piacciencio... Piacciencio simplemente quería morir. Llevaba cerca de treinta y dos años queriendo morir, queriendo encontrar el Sueño que no llega. Nunca comprenderé por qué aquello que está tan en lo alto y es tan alto, se lleva a algunos cuando no lo quieren ni lo esperan, y deja esperando aquí a otros que desean y esperan irse ya.
Piacciencio simplemente quería morir hace treinta años, tenía infinitas ganas de reencontrarse con alguien, sí con alguien, porque no se crean que estaba tan loco, todo propósito o idea loca suele tener una explicación sencilla, y Piacciencio la tenía, pero claro, eso es otra historia.



FIN


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EL TREN Y SUS VAPORES
Historia de un hombre que perdió cinco trenes sin, en el fondo, querer perder ninguno. El joven señor Adam debe tomar un Tren, un Importante tren que cambiará su vida, pero... Lo pierde. Quizás la señorita Apple fue la culpable, quizás fue el miedo o puede que lo realmente importante para Adam era estar en esa estación aquel día.

PERSEGUIDA
Cuando aquella tarde la Sra. Valmuz cerró su pequeña librería y se disponía a regresar a su casa, como siempre, paseando, no vio a nadie sospechoso en la calle. Sólo un hombre de traje oscuro que a lo lejos se acercaba con una ligera cojera. Algo habitual, un viandante. Pero cuando el azar decidió que la Sra. Valmuz callejeara... sintió como si la estuvieran siguiendo o, quizás... ¿Persiguiendo?

MARLOC ELAYA Y SU NIÑA DE LUZ APACIBLE: 
Marloc se equivocó, quiso exprimir tanto la esencia del sueño, que se enamoró de La Luna...




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